Los viajeros europeos y, en especial, los ingleses que venían a recorrer España lo hacían en muchos casos imbuidos por la corriente romántica, que era la gran tendencia literaria y artística del continente. Nuestro país tenía todos los ingredientes. Había sido (y aún lo era) un gran imperio pero ya en estado de ruina. Las ruinas eran lo que más les gustaba, amén de lo diferente y desconocido en sus gentes, hábitos y costumbres. A ello se añadió lo de los bandoleros, ante todo, los andaluces, que no tardaron en ser mitificados. En la imaginaria romántica estaban los malhechores de la peor ralea, comunes a todos los países, y los de la Sierra Morena y adyacentes, vestidos con galanura, trágicamente empujados a ese destino por la vida y con un punto justiciero y generoso. Para que nos entendamos, como Curro Jiménez.
El más mentado y famoso de por aquel entonces era José María el Tempranillo. Hubo quienes, como el aristócrata polaco Charles Dembowski (cuyo padre y tío habían combatido en las filas de la caballería napoleónica, habiendo el último muerto en un duelo con un compañero de armas en 1812 en Valladolid) vino aposta a buscarlo para poder convivir con él. No lo encontró y, cansado, se fue a Mallorca a ver al músico Chopin, que andaba por allí.
Peor suerte tuvo el teniente de navío Alexander Slidell-Mackenzie, gran amigo de Washington Irving, en su primer viaje a España. No dio con el Tempranillo pero sí con otros que le robaron dos veces y sin andarse con cortesías. Fue nuestro protagonista quien sí alcanzó a conocer al famoso bandolero y salió bien parado del encuentro, pues supo encontrar la recomendación oportuna para conocerlo. Era bastante más sensato y además fue, de todos ellos, el que más nos quiso.
Richard Ford (1796-1858) era, ante todo, un señor muy rico. Tanto por parte de su madre, una gran artista y heredera de la fortuna de su abuelo (director de la Compañía de las Indias Orientales) como de su padre, abogado y miembro del Parlamento. Desde joven cogió gusto por los viajes. El primero, tras graduarse como abogado (aunque no ejerció nunca, era casi preceptivo para un vástago de las buenas familias) lo llevó hasta Austria. Allí conoció a Beethoven, que lo trató con mucha amabilidad y hasta le dedicó una pequeña obra suya, un allegretto para cuarteto de cuerdas.
Richard, que heredó de su madre su cuantiosa fortuna y su vena artística (amén de escribir), era un dibujante con talento y empezó a hacer sus pinitos literarios en revistas. Además, se casó con una hija del conde de Essex. Tuvo con ella seis hijos y cuando enfermó de gravedad se vinieron para España por el clima. Pasaron en nuestro país cuatro años, divididos entre Sevilla y el Generalife de Granada, en cuyo palacio fijaron su residencia.
El propio Richard aprovechó la estancia para hacer continuos viajes por toda la Península. Le gustaba hacerlos uniéndose a los arrieros, pues eran quienes conocían mejor que nadie los caminos, vestido a la española y sin buscar destacar por su indumentaria. Se empapó de nuestra nación y no tardó en sentir un profundo cariño por sus gentes, por las más sencillas y humildes. Mientras que criticó con dureza la corrupción y el mal gobierno del país, no dudo en dejar por escrito su afecto y admiración por las gentes de a pie: «El pueblo español es muy superior a sus dirigentes y clases altas».
Amén de sus escritos, dejó más de 500 dibujos y cuando hubo de marcharse, enamorado de las costumbres hispánicas, vistió como un español hasta su muerte y con su chaqueta de piel negra de oveja nacional. A él también lo retrató el padre de Gustavo Adolfo Bécquer, por cierto. De vuelta a Inglaterra se hizo construir allí una residencia en estilo neomudéjar, emulando al Generalife y sus jardines. Pero su bien más preciado eran la gran cantidad de libros en español que había reunido sobre nuestra historia y costumbres y con los que formó una importante biblioteca. Tardó varios años en publicar el ejemplar que se convertiría en su obra más importante. Antes lo había hecho con muchos artículos sobre temática hispana. Fue uno de ellos, sobre la fiesta de los toros, lo que llamó la atención de un editor que le encargó escribir un libro completo sobre España. Lo aceptó con entusiasmo y en 1844 Manual para viajeros por España y lectores en casa estaba ya en la calle. El éxito fue inmediato y su relato, en muchas ocasiones contrapuesto a los muy extendidos tópicos románticos, ofreció una visión mucho más real y al tiempo cercana y entrañables sobre nuestro país. Sería el primero, pero no el último. Hasta su muerte siguió escribiendo y queriendo a España, pues tengo para mí que Ford fue, de todos aquellos viajeros, el que más nos quiso a su británica manera.
Les dejo estas líneas suyas como ejemplo:
«Los asnos españoles han sido inmortalizados por Cervantes; se han granjeado nuestra simpatía por el cariño de Sancho y su talento de imitación: el escudero del hidalgo rebuznó tan bien, como recordaréis, que todo el coro de orejudos se unió al ejecutante a quien, según su propia confesión, solo le faltaba mover el rabo para ser un perfecto burro. Los alcaldes españoles, según don Quijote, tienen aptitudes especiales para rebuznar, pero en todas partes se puede decir lo mismo.
El humilde asno, burro, borrico es la guía y el ornato de todo el paisaje nacional: constituye un elemento esencial y apropiado de todas las calles y carreteras. Donde quiera que dos o tres españoles se reúnan , en un mercado o una junta, es seguro que entre ellos habrá, por lo menos, un burro; es el sufrido compañero de las clases humildes para quienes el trabajo es su mayor desgracia: la resignación es la virtud común de ambas castas».
Hoy los sufridos asnos han desaparecido casi por completo de nuestro paisaje y nuestros campos. Pero por desdicha solo los de cuatro patas. De los otros sigue habiendo superpoblación creciente.